Mientras tanto, la vida

 

La vida es sólo ir muriendo. Como diría Vallejo, cuando uno se muere sólo termina de morirse.

Encerrado como estaba, él lo sabía; no podía aceptarlo. O no quería. Pero lo inexorable de su muerte sólo le recordaba que "polvo eres y en polvo te convertirás", como decía,  parafraseando al Génesis, aquel cura jesuita de su colegio de infancia. Ahora, se hacía cierto. Y no podía evitarlo. O sí, pero ¿para qué? Sólo sería postergar un final inevitable al que se había sometido el día que se había involucrado.

 

Aquel día aparecía normal, corriente; la ciudad danzante se movía al ritmo de la noche naciente, el metro transitaba deslizante cual gusanillo luminoso por la ciudad. Pero el parpadear ajeno de las luces se mostraba ajeno, incorrecto. En las laderas, el verdadero centro de la ciudad, y en la planicie del Aburrá se sentía una tranquilidad tensa, inquietante. La metrópoli, viva, presentía sus heridas futuras.

 

La calle es una selva de cemento

y de fieras salvajes cómo no

ya no hay quien salga loco de contento

donde quiera te espera lo peor

 

Él siempre había respondido al nombre de Juan. Ya no recordaba su nombre de pila; mucho menos que alguien, alguna sola vez, lo hubiera llamado de otra manera. Pero ese Juan, universal, bastaba. Bastaba para lo único importante que pudiera realizar en su vida: no era nadie, a pesar de su mente brillante y extraordinariamente ágil. Sin embargo, el destino depara caminos inesperados poco imaginados. Y así, conoció al Pato.

El Pato, como lo llamaban por andar metido en todo y en nada, era un reconocido sibarita del barrio. Amable y atractivo, un poco pedante pero buena persona, siempre andaba divirtiéndose con las niñas que, atraídas por su buen porte, compartían de sus salidas nocturnas. El Pato siempre andaba con dinero para gastar. No escatimaba en gastos. Así, bebiendo y bailando, el Pato metió a Juan en el negocio: Sólo era guardar aquel dinero –que casi se salía del bolso marrón en el que estaba- y esperar la llamada. Una parte sería para él. Juan, temeroso por las historias acerca del los ilícitos movimientos del Pato, no se decidía. Pero ¿Qué más da? Sólo era guardar y entregar.

 

La noticia del robo del Banco en el centro ocupaba ya los espacios informativos locales. Ignoto, no se daría por enterado. Mejor para él. Peor para su futuro. Juan, embelesado, sin salir de casa, veía en televisión las imágenes del desfile de Natalia París la noche anterior. ColombiaModa, el evento aquel, era el "suceso del momento en el país" (la ciudad se convertía de repente en toda la nación). Las lentejuelas y canutillos servían de preámbulo a las venideras silletas y flores de la Feria [Fiesta]: de la costura a la floricultura.   Mientras Juan apreciaba el "vanguardista montaje, inspirado en la cultura céltica, presentado por la Escuela de Diseño..." -como describía la despampanante y muy agraciada presentadora (modelo por demás)-, el teléfono sonaba y él, tardío, contestaba.

-Ya sabemos que tenés la plata. Ni te movás. Te quedás ahí hasta que vamos por ella... y por vos. Vos... ya la hiciste-. La voz, firme, intimidante y lapidaria, daba cuenta de lo que le esperaba. Huir y pretender no ser encontrado, o esperar lo que llegaría [ Pronto llegará, el día de mi suerte, sé que antes de mi muerte, seguro que mi suerte cambiará...] ¿Si cambiaría su suerte? La muerte es infalible: cuando te acecha puedes huir de ella pero no esconderte. Quizá sería mejor esperarla de frente, a lo mejor pasaba por alto. Pero, ¿cómo enfrentar lo inminente mientras tanto? ¿Su perdida y anónima vida terminaría de manera igualmente anónima? Era sólo un viento que había pasado por la ciudad, presente de manera efímera en algún momento de la vida de unas cuantas personas. Y la gente olvida. Quizá ya la vida también se había olvidado de él.

 
El toque en la puerta lo sacó de su cavilación. Lentamente, pero decidido, abrió. Era el Pato. El arma en la mano suscitaba dudas ¿Sería el verdugo? ¿Sería su redentor? ¿O sólo vendría por el dinero y lo dejaría ir?. -Juan, la plata- dijo secamente sin saludar. La entregó mientras el otro meditaba. Parecía tomar una gran decisión; notaba que era importante y le interesaba a los dos. Pero no entendía, ni le importaba, ni estaba dispuesto a averiguarlo: Ya habían llegado por el dinero.

El toque  en la puerta, presuroso, amargo, denotaba el afán. El Pato, afinando su arma, sólo atinó a decir: -Parce, nadie sabe para quién trabaja... -. Le dio la mano, quizá se despedía (o agradecía), caminó unos pasos y levantó su arma. El tiro, seco, en la sien, no dejaba dudas. Ya no había Pato.

 
Con otro tiro, la puerta se abría. Eran dos, serenos y enfáticos, -Hermano, el man ya la pagó. La platica, que tenemos afán-. Sin revisar el bolso salieron sonrientes y sin apenas mirar el cuerpo tendido en el suelo. Nadie se muere la víspera, como decía la abuela.